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Así nació hace 75 años la primera ruta transatlántica de Iberia

Cuando acabó la II Guerra Mundial, y a medida que las circunstancias políticas y económicas de España lo permitieron, Iberia trazó las líneas básicas de actuación para permitir la ampliación de su red de servicios.

Entre sus objetivos más inmediatos figuraba el establecimiento de la primera línea trasatlántica, un empeño que entonces era un auténtico desafío debido a las severas restricciones derivadas de la contienda y, sobre todo, de la situación en la que se encontraba el país.

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Para ello, en enero de 1945, con el mundo todavía en guerra, la compañía firmó un contrato con Douglas para la adquisición de tres aviones DC-4 nuevos (Skymaster), en un precio de 400.000 dólares cada uno y pago aplazado, lo que permitiría afrontar un cambio sustancial en la expansión de la red internacional, que era entonces un objetivo claro, puesto que ello permitiría generar ingresos en divisas, imprescindibles para la adquisición de aviones, motores y repuestos.

La llave a un nuevo continente

Fue así, con la llegada de los nuevos aviones, como Iberia estableció su primera ruta trasatlántica a Buenos Aires, con escalas en Villa Cisneros -considerado entonces el mejor aeropuerto natural del mundo, a orillas del desierto sahariano-, Natal y Río de Janeiro. El primer vuelo, aunque sin pasajeros de pago, despegó del aeropuerto de Barajas el 22 de septiembre de 1946.

La expedición estaba formada por el presidente de la compañía, Jesús Rubio Paz; el director gerente, César Gómez Lucía; el director general de Aviación Civil, Juan Bono y una comisión del Ministerio de Comercio. En total, 28 personas, incluidos técnicos de mantenimiento y comerciales de Iberia.

Una travesía compleja

Después de la escala en Villa Cisneros, el viaje continuó durante toda la noche hasta aterrizar a las nueve de la mañana, hora local, del día 23, en Natal (Brasil). Estando allí surgieron problemas burocráticos, que retrasaron la continuidad del viaje durante 24 horas.

Al amanecer del día siguiente, el avión despegó rumbo a Río, escala no prevista, obligado por las autoridades para que aclarasen ciertas dudas respecto de los siguientes vuelos de la línea regular. Al llegar a la costa brasileña se informó que un manto de nubes cubría desde el norte de Río hasta Sao Paulo, lo que obligó a sobrevolar la ciudad hasta que se decidió atravesarlo, cuando ya casi se agotaba el combustible.

En la mañana del día 25 continuó el viaje a Buenos Aires, aterrizando por la tarde en el aeropuerto de Morón, en loor de multitud, después de 36 horas de vuelo y algo más de dos días de viaje. La expedición permaneció en Argentina hasta el 8 de octubre, haciendo múltiples gestiones para asegurar el establecimiento de la línea y firmando acuerdos comerciales.

En el viaje de regreso a España llevó a bordo a un grupo de autoridades e invitados argentinos, haciendo escalas en Recife (Brasil) y Villa Cisneros, donde descansaron la noche del día 9, llegando a Barajas en la tarde del 10 de octubre.

Consolidación de la ruta

A partir del 15 de octubre se estableció la línea 1215 con carácter regular cada diez días, que pasó a semanal en mayo de 1948. El primer vuelo comercial estuvo a cargo de los pilotos José María Ansaldo y Fernando Rein Loring, dos figuras históricas de la aviación comercial española.

El avión despegaba del aeropuerto de Barajas a mediodía del sábado y realizaba escalas en Villa Cisneros y Natal, adonde llegaba a las tres de la madrugada, hora local. Para cumplir con el precepto de oír misa en domingo, y para evitar que el itinerario de Iberia pudiera ser criticado por esta razón, se decidió la habilitación de un cobertizo especialmente habilitado para esta función, después de que el Papa hubiera concedido la preceptiva autorización a petición de los obispos de Madrid- Alcalá y Natal. De ese modo, después de viajar sobre el Atlántico durante la noche, los pasajeros que lo desearan podían asistir a la celebración religiosa, que casi siempre eran mayoría, así como los tripulantes, que hacían de monaguillos y comulgaban.

El viaje del DC-4 continuaba luego rumbo a Montevideo y Buenos Aires, adonde llegaba en la tarde del domingo. El viaje de vuelta regresaba los lunes siguiendo la misma ruta. La noche del martes se descansaba en el parador de Villa Cisneros y a la mañana siguiente continuaba su ruta aterrizando en Madrid en la tarde de ese mismo día.

En los primeros viajes, el avión, aunque tenía capacidad para 44 plazas, solo ofrecían 24 asientos para el pasaje, pues el resto lo ocupaban cuatro literas y asientos para el descanso de la tripulación. El precio del billete se fijó en 7.250 pesetas o 659 dólares al cambio de la época.

‘El palacio de Aladino’

Iberia eligió la escala de Villa Cisneros, donde construyó un parador de 30 habitaciones y 50 camas, que se bautizó “El palacio de Aladino”. La electricidad para el alumbrado y demás usos del inmueble se obtenía mediante energía eólica, aprovechando el viento constante que sopla en el desierto. El parador funcionó apenas seis meses, cuando se comprobó que las horas de estadía no eran bien acogidas por el pasaje, así que se sustituyó la escala por la isla de Sal (Cabo Verde), desde que este aeropuerto se abrió al tráfico, lo que permitía acortar la duración del salto sobre el Atlántico.

Los pasajeros tenían que presentarse el día antes de viajar en las oficinas de Iberia en Madrid con sus pasaportes, certificados médicos y billetes, para rellenar los formularios y presentarlos con antelación suficiente en los consulados de Brasil, Uruguay y Argentina para su visado correspondiente. Para aquellos que procedían de otras provincias, Iberia les facilitaba alojamiento la noche anterior en alguna pensión cercana al Hotel Palace, que era el punto de encuentro para el embarque del vuelo.

El peso completo de la aeronave y el pasaje era crítico, y por ello en el momento del embarque a pesar en una báscula a los pasajeros, así como su equipaje facturado y de mano.

El éxito comercial de la línea fue espectacular; la demanda era impresionante tanto en España como en Uruguay y Argentina, sobre todo como consecuencia del paréntesis obligado entre guerras que imposibilitaba los viajes. En 1946, el factor de ocupación media de la ruta fue del 90%.

El Súper Constellation

En 1957 el Super Constellation, considerado el avión más bonito de todos, sustituyó a los DC-4 en las rutas transatlánticas.

Tenía capacidad para 74 pasajeros, 14 en primera clase y 60 en turista. La primera clase estaba situada en la parte posterior del avión, donde había menos ruidos y vibraciones. Además, existía la posibilidad de desplegar dos camas, aisladas del pasillo mediante unas cortinillas y una sección de dos butacas enfrentadas y con unas mesas plegables. Aunque tenía cuatro motores, estaba considerado el mejor trimotor que cruzaba el Atlántico, debido a la frecuencia con la que tenía que parar uno de ellos en pleno vuelo.

Le siguieron el DC-8 en los años 60, en los 70 el DC-10, posteriormente el mítico Jumbo, Boeing B-747, el Airbus A-340 y en la actualidad, el A-350.

Nace la figura de la azafata

Para llevar a cabo este largo viaje de más de 36 horas en los cuatrimotores con los que contaba Iberia, la aerolínea pensó en incluir un servicio atendido por azafatas, unas nuevas profesionales que atenderían a los pasajeros durante el vuelo.

Aeroviarias, aeromozas, mayordomas o provisorias fueron algunos de los nombres propuestos para esta profesión. El encargado de tal difícil decisión fue César Gómez Lucía, director general de Iberia en aquella época, que eligió el nombre de azafatas.

A la primera convocatoria de empleo para azafatas se presentaron varias jóvenes entre las que se encontraban 11 horchateras de Madrid. Uno de los requisitos más importantes era saber inglés.

Una vez finalizado el proceso de selección, cuatro fueron las personas elegidas para este nuevo puesto de trabajo; Pilar Mascías, Marichín Ruiz, María José Ugarte y Ana Marsans.

Antes de comenzar el vuelo se encargaban de repartir a los pasajeros un panfleto de seguridad con recomendaciones del estilo “evite fumar puros para así no molestar a sus vecinos”, o avisos como “no se alarme si durante la noche ve que de los motores salen llamas ya que se esto indica que el escape de gases es directo”.

Durante el viaje, su trabajo consistía en transmitir seguridad y confianza a sus pasajeros, además de ofrecer información sobre el vuelo y servir la comida en unas pequeñas cajas de cartón que contenían pollo frito, tortilla española, huevo duro o bombones. Este servicio de comidas a bordo se completaba con diferentes bebidas entre las que se encontraba el café con agua que se servía en tazas de loza.

En aquella época, el pan escaseaba en Madrid así que un empleado de Iberia se encargaba de ir a los pueblos cercanos a comprar este alimento. Además, algunos pasajeros no permitían que las jóvenes fueran sus camareras por lo que estos caballeros abrían sus propias botellas haciendo así alarde de su caballerosidad.

Aunque en sus primeros vuelos no vestían con uniforme, más tarde pasaron a tener dos. Un traje blanco hecho con tela de paracaídas para el verano y un traje azul marino para el resto del año. Ambos estaban formados por una chaqueta sahariana con cuatro bolsillos, una falda larga y un gorro para el resto del año.

Con el tiempo estos uniformes se alteraron retirándose el gorro que lucían o cambiando el color del uniforme de verano ya que se ensuciaba con facilidad. Años más tarde sus uniformes cambiaron al completo gracias al trabajo de importantes modistas como Elio Berhanyer, Pedro Rodriguez, Pertegaz o Adolfo Domínguez.

En 1947, un año más tarde del primer vuelo de estas azafatas, se incorporó el primer auxiliar de vuelo masculino de Iberia. Fernando Castillo era el nombre de este joven que antes de comenzar en Iberia trabajó como camarero en un restaurante de lujo de Madrid.

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